Dentro del marco del Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM23) se presentó El Diablo Fuma (y guarda las cabezas de los cerillos quemados en la misma caja), el primer largometraje del director Ernesto Martínez Bucio, una obra profundamente personal que transita entre la memoria, la imaginación y el miedo. Con esta cinta, Martínez Bucio confirma una sensibilidad singular dentro del nuevo cine mexicano, más interesado en la textura emocional del recuerdo que en la precisión narrativa.
Ambientada en la Ciudad de México durante los años noventa, la película sigue a cinco hermanos que quedan al cuidado de su abuela tras la desaparición de sus padres. Desde una voz infantil que observa el mundo con inocencia y desconcierto, el relato se construye como una serie de recuerdos inconexos, donde lo real y lo fantástico se confunden. El Diablo —esa presencia que la abuela define como las moscas, que “por más que las espantes, siempre vuelven”— es tanto una figura mítica como una metáfora de la pérdida y la ausencia.
Coescrita junto a Karen Plata, la película apuesta por una estructura poética y fragmentaria, en la que los recuerdos no se ordenan, sino que se evocan. Martínez Bucio y Plata prefieren las sensaciones al argumento, los detalles al conflicto. El resultado es un retrato de la infancia que rehúye la nostalgia para sumergirse en su ambigüedad: un lugar donde el miedo y la ternura coexisten, donde cada juego puede transformarse en ritual y cada silencio encierra una pregunta.
La fotografía de Odei Zabaleta captura con luz natural y cámara en mano la intimidad de una casa que parece suspendida en el tiempo. Los encuadres estrechos, las texturas gastadas y la ausencia de artificio refuerzan la sensación de que estamos viendo algo vivido, no representado.
Uno de los grandes aciertos de la película es el trabajo con los niños protagonistas, dirigidos con precisión y ternura por Martínez Bucio y la directora de casting Michelle Betancourt. Lejos del histrionismo o la sobreexplicación, sus actuaciones fluyen con una naturalidad desarmante. En ellos habita esa mezcla de curiosidad, miedo y deseo de entender el mundo, una verdad que pocas veces se logra en el cine.
El Diablo Fuma (y guarda las cabezas de los cerillos quemados en la misma caja) es, ante todo, un cine de los afectos y la memoria, donde la estructura fragmentada no confunde, sino que refleja el modo en que recordamos: de forma discontinua, parcial, siempre incompleta.
Martínez Bucio muestra la emoción que surge al mirar atrás, al reconocer la infancia como un territorio donde aún se cruzan el amor y el miedo, provocando: una tristeza leve, acompañada de una sonrisa. Una melancolía luminosa. Porque, como los cerillos de su título, cada recuerdo se enciende, arde un instante, y luego deja su huella oscura en la caja de la memoria.
FICM2025: “El Diablo Fuma”: Reseña, entre la inocencia y el fuego