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'Thunderbolts': Cuando Marvel por fin se atrevió a sentir

Por. Daniel Mumont 

Durante años, Marvel nos prometió emociones y nos dio pirotecnia. Nos habló del alma del héroe, pero se quedó en el espectáculo. No es que estuviera mal. De hecho, fue brillante... durante un tiempo. Hubo una época —no tan lejana, aunque ya se sienta vieja— en la que ver a los Vengadores reunidos era lo más parecido a una ceremonia contemporánea: la sala oscura, las palomitas, el suspiro colectivo cuando aparecía el logo rojo. Pero algo pasó.

Después de Endgame, Marvel no supo exactamente qué contarnos. Como si se hubiera quedado huérfano de sí mismo. Las historias empezaron a multiplicarse, pero no a profundizar. Los personajes eran nuevos, pero no entrañables. Y la audiencia —cansada, exigente, emocionalmente más madura— ya no se dejaba seducir tan fácil. La maquinaria empezó a mostrar su desgaste.

Y entonces, llegó Thunderbolts.

No con una revolución visual. No con un nuevo gran villano interdimensional. No con una promesa de más fases o más cameos. Llegó con algo mucho más raro, mucho más valioso en este género: vulnerabilidad.

Sí, Thunderbolts es una película de superhéroes. Pero no de esos que se elevan por los cielos dejando estelas de luz, sino de los que caminan con el peso de sus culpas. Es un filme que pone en pausa la épica para mirar de frente a algo mucho más incómodo y real: el dolor que no se ve. La salud mental, esa sombra que todos tememos nombrar, atraviesa la historia sin pedir permiso ni pedir perdón.

Cada uno de los personajes arrastra algo roto. Algunos lo ocultan con rabia, otros con humor, otros simplemente lo niegan. Pero ahí están: superhumanos llenos de grietas. Y en medio de todos, dos figuras se sostienen mutuamente como si no quedara nada más en el mundo.

Florence Pugh, que desde su debut como Yelena Belova ya prometía más de lo que el guion le dejaba mostrar, aquí se luce. Y no por lanzar una sola flecha o soltar una frase ingeniosa —que también lo hace—, sino por construir una mujer rota, pero capaz de mirar al otro con ternura. Su conexión con Sentry, interpretado por Robert Reynolds, es el corazón palpitante de la película. Él, el ser más inestable, más temido, más impredecible. Ella, la única capaz de verlo como lo que es: un hombre con miedo.

Y ese vínculo lo cambia todo.

Thunderbolts no es perfecta. No busca serlo. Pero ahí está su grandeza. En una industria que suele disfrazar la emoción con CGI, aquí la emoción es el centro. Los personajes no buscan salvar el mundo. Buscan salvarse a sí mismos. Y en ese intento, nos recuerdan que el heroísmo no siempre tiene forma de hazaña, sino de abrazo, de mirada, de silencio compartido.

Marvel, al fin, parece haber entendido algo: que sus historias valen más cuando hablan de nosotros. No de lo que podemos hacer con un martillo o un traje tecnológico, sino de lo que sentimos cuando todo eso no sirve de nada.

Thunderbolts es una tregua en medio del ruido. Una película que no grita, que no promete universos infinitos, pero que sí nos deja algo entre las manos: la certeza de que, incluso con superpoderes, la mayor batalla sigue siendo contra uno mismo.

Y eso, en los tiempos que corren, es más revolucionario que cualquier escena postcréditos.

'Thunderbolts': Cuando Marvel por fin se atrevió a sentir
Daniel Mumont 1 de mayo de 2025
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